CARNAVAL EN EL ZOO (Fabián Sevilla)
Los días en el zoológico eran lentos y aburridos. Cuando los chicos los visitaban encontraban bestias bostezando, holgazaneando y con un humor de humanos.
Se acercaba Carnaval y al león, autodeclarado Rey de los Animales, se le ocurrió hacer algo para levantar el ánimo del bicherío.
-¡Un baile de disfraces! - propuso con una garra al aire. Llamó a los monos, que solían escapar de su jaula y vagar por el lugar sin que nadie les dijera nada-. Inviten a todos a la fiesta -ordenó-. La condición: venir disfrazado de otro animal. Habrá premios para el más original, el más divertido y elegiremos Reina y Rey del Carnaval del Zoo!
A los monos les encantó. Y alborotados se fueron a dispersar la invitación por jaulas y recintos. A medida que el bestiaje se fue enterando, confirmó su presencia y dejo de lado bostezos, Holgazanería y mal humor. En cambio, se ocuparon de crear y confeccionar el mejor disfraz de animal que puede usar un animal.
Llegó el día del baile. No faltaba ninguno, aunque ninguno era a simple vista quien parecía. Había que tener ojo de lince para descubrir cuál era cuál.
EL camello se guardó las jorobas vaya uno a saber dónde, se pintó de verde y pasó como un cocodrilo perfecto. El rinoceronte estaba encantado bajo la piel del zorrino, pero se había vaciado diez frasquitos de colonia para no quedarse sin pareja de baile. Veintidós monos tití, uno encima del otro, pintados de amarillo y con dos barquillos en la cabeza del último eran una jirafa divina.
El papagayo, disfrazado de puma, puso un disco y con la música se armó el bailongo. Bajo una lluvia de maní y lechuga, la primera pareja en salir a la pista fue la de la boa constrictora disfrazada de gorila y el canguro enfundado en un traje de ardilla. Se bailó milonga, roca y chotis.
Hubo situaciones raras. El ratón disfrazado de tigre, perseguía al tigre disfrazado de gacela.- ¿Ahora sabes lo que se siente?- le decía el roedor, muerto de risa mientras gruñía y mostraba sus colmillos de mentira.
El koala salió de su eterna siesta y convenció a todos de que era una nerviosa lagartija y el pingüino, camuflado como un lobo feroz, iba de un lado a otro gritando: "¿Alguien vio a Caperucita?".
En determinado momento, el león, bajo las plumas de un búho y en dos patas desde la rama e un árbol, anunció los premios. Hubo nerviosismo y emoción. El más original resultó un oso polar. Le había pedido prestado el secreto al camaleón para cambiar de colores según la ocasión y ahora era blanco, al segundo rojo, al instante verde y luego, azul, violeta, amarillo. ¡Parecía un arbolito de Navidad!
-¡Aquí hay tongo! - comentó entre dientes la cebra. Estaba celosa porque había sido la menos creativa: se pintó las rayas blancas de negro y se conformó con ser un caballo azabache.
El más divertido fue el hipopótamo. Ninguno entendió cómo hizo para pasar por colibrí, abrir las alas y sobrevolar la pista de aire. ¡Increíble!
Se anunció la Reina: la elefanta, que había ido de bambi. El Rey fue el jabalí, que finalmente se sentía bello dentro de su atuendo de pavo real.
Entonces, el león lanzó la propuesta:
- ¿Y si nos quedamos así?
Ninguno se negó. Habían hallado el modo de hacer entretenida la vida en el Zoo. Y así volvieron a sus jaulas. Pero no funcionó. A los chicos no les gustó ver a la serpiente coral bajo la pelambre del cebú o a la pantera comiendo maní como un chimpancé. Y a decir verdad, el ñandú no rugía tan bien como el león.
Pronto, todos los visitantes dejaron de ir. El lugar fue más aburrido que nunca.
-¡Cada cual a lo suyo! -ordenó el Rey de los Animales-. No hay mejor que ser uno mismo.
Y, sin contradecirlo, gustoso el animalerío obedeció. Eso sí, no sólo pensando en cómo hacer que sus días fueran divertidos y productivos, sino también... ¡en el disfraz que usarían el Carnaval del años siguiente!
Se acercaba Carnaval y al león, autodeclarado Rey de los Animales, se le ocurrió hacer algo para levantar el ánimo del bicherío.
-¡Un baile de disfraces! - propuso con una garra al aire. Llamó a los monos, que solían escapar de su jaula y vagar por el lugar sin que nadie les dijera nada-. Inviten a todos a la fiesta -ordenó-. La condición: venir disfrazado de otro animal. Habrá premios para el más original, el más divertido y elegiremos Reina y Rey del Carnaval del Zoo!
A los monos les encantó. Y alborotados se fueron a dispersar la invitación por jaulas y recintos. A medida que el bestiaje se fue enterando, confirmó su presencia y dejo de lado bostezos, Holgazanería y mal humor. En cambio, se ocuparon de crear y confeccionar el mejor disfraz de animal que puede usar un animal.
Llegó el día del baile. No faltaba ninguno, aunque ninguno era a simple vista quien parecía. Había que tener ojo de lince para descubrir cuál era cuál.
EL camello se guardó las jorobas vaya uno a saber dónde, se pintó de verde y pasó como un cocodrilo perfecto. El rinoceronte estaba encantado bajo la piel del zorrino, pero se había vaciado diez frasquitos de colonia para no quedarse sin pareja de baile. Veintidós monos tití, uno encima del otro, pintados de amarillo y con dos barquillos en la cabeza del último eran una jirafa divina.
El papagayo, disfrazado de puma, puso un disco y con la música se armó el bailongo. Bajo una lluvia de maní y lechuga, la primera pareja en salir a la pista fue la de la boa constrictora disfrazada de gorila y el canguro enfundado en un traje de ardilla. Se bailó milonga, roca y chotis.
Hubo situaciones raras. El ratón disfrazado de tigre, perseguía al tigre disfrazado de gacela.- ¿Ahora sabes lo que se siente?- le decía el roedor, muerto de risa mientras gruñía y mostraba sus colmillos de mentira.
El koala salió de su eterna siesta y convenció a todos de que era una nerviosa lagartija y el pingüino, camuflado como un lobo feroz, iba de un lado a otro gritando: "¿Alguien vio a Caperucita?".
En determinado momento, el león, bajo las plumas de un búho y en dos patas desde la rama e un árbol, anunció los premios. Hubo nerviosismo y emoción. El más original resultó un oso polar. Le había pedido prestado el secreto al camaleón para cambiar de colores según la ocasión y ahora era blanco, al segundo rojo, al instante verde y luego, azul, violeta, amarillo. ¡Parecía un arbolito de Navidad!
-¡Aquí hay tongo! - comentó entre dientes la cebra. Estaba celosa porque había sido la menos creativa: se pintó las rayas blancas de negro y se conformó con ser un caballo azabache.
El más divertido fue el hipopótamo. Ninguno entendió cómo hizo para pasar por colibrí, abrir las alas y sobrevolar la pista de aire. ¡Increíble!
Se anunció la Reina: la elefanta, que había ido de bambi. El Rey fue el jabalí, que finalmente se sentía bello dentro de su atuendo de pavo real.
Entonces, el león lanzó la propuesta:
- ¿Y si nos quedamos así?
Ninguno se negó. Habían hallado el modo de hacer entretenida la vida en el Zoo. Y así volvieron a sus jaulas. Pero no funcionó. A los chicos no les gustó ver a la serpiente coral bajo la pelambre del cebú o a la pantera comiendo maní como un chimpancé. Y a decir verdad, el ñandú no rugía tan bien como el león.
Pronto, todos los visitantes dejaron de ir. El lugar fue más aburrido que nunca.
-¡Cada cual a lo suyo! -ordenó el Rey de los Animales-. No hay mejor que ser uno mismo.
Y, sin contradecirlo, gustoso el animalerío obedeció. Eso sí, no sólo pensando en cómo hacer que sus días fueran divertidos y productivos, sino también... ¡en el disfraz que usarían el Carnaval del años siguiente!
CARNAVAL EN EL BOSQUE
El Guardabosques ha tenido una idea excelente. Ha enviado una invitación a todos los animales para celebrar el carnaval. Se hará un gran baile y todo el mundo se tendrá que disfrazar.
El caracol Ramón también está invitado, pero no sabe cómo vestirse. Mientras se lo piensa, empieza a andar, anda que andarás, ve una mariposa que le dice:
- Hola Caracol, ¿iras a la fiesta con un vestido tan feo?
- Este vestido es mi casa y no me lo cambiaré en absoluto para ir al baile. ¡Además, tú tampoco vas disfrazada!
- ¡Claro está que no! ¿Cómo quieres que esconda mis alas tan bonitas? ¿Quién verá mi cuerpo tan bufón si me pongo un disfraz?- Contesta la mariposa.
- Pero tú que no eres bonito como yo, te tendrías que disfrazar.
- ¡Déjame, presumida! Iré a la fiesta como me guste.
Entonces la mariposa empieza a volar puliéndose las alas con el polen de las flores y el caracol Ramón se queda un poco triste.
De repente el caracol Ramón descubre a un duende muy viejo que lo observa escondido entre los árboles.
- ¡Hola caracol Ramón! ¿Qué te pasa?
- No puedo ir a la fiesta: soy feo y no me va bien ningún disfraz.
- Eso no es cierto. Yo te haré bonito como un sol.
El duende saco un tarro de pintura de su saco y pinto de color amarillo la casa del caracol Ramón.
- ¿Lo ves?, mírate en el charco. Eres un caracol de oro y pareces un sol.
- ¡Oh, gracias, sabio duende! Es un disfraz magnífico.
El caracol Ramón llegó a la fiesta cuando el baile empezaba. Hormigas, mariquitas y escarabajos rodeaban a la mariposa boquiabiertos por su belleza. La mariposa estaba sonriente y llevaba una corona de reina.
Pero cuando se acerco el caracol Ramón, todos se quedaron impresionados:
- ¡Es el disfraz más bonito que he visto nunca! ¡El caracol Ramón parece un sol que rueda!
HISTORIA DE CARNAVAL
Erase una vez, en un país muy muy lejano, una pequeña princesa que vivía en un bonito palacio. Tenía todas las cosas con las que cualquier niño puede soñar pero la princesa no era feliz.
Fuera del palacio era primavera y los niños y niñas del reino se divertían entre las flores que adornaban el campo. La princesa los contemplaba triste desde su ventana, deseando ser una más. Su padre, el rey, le había advertido muy serio:
- Debes quedarte en el palacio, hija. Todos saben que eres la princesa del reino y que por ello, no pueden tratarte como a los demás.
Pasaban los días y la princesa continuaba sentada frente a la ventana, cada vez más triste, sintiéndose tremendamente desgraciada. El rey la observaba apenado, sin saber cómo hacer feliz a su querida hija.
Un día, el problema llegó a oídos de uno de los caballeros reales, que acudió en seguida a hablar con su majestad.
- Señor, creo que yo podría encontrar la solución. Si me da permiso, partiré esta misma noche y mañana estaré de vuelta con algo que podrá ayudar a la pequeña princesa.
El rey aceptó emocionado y, como el caballero había dicho, cabalgó toda la noche hasta llegar al Reino de Carnaval. Una vez allí, se dirigió al castillo donde habitaba el rey del país. Tenía fama de tener un armario enorme con millones y millones de cosas, más de las que nadie pudiera imaginar. Lo que no sabía el caballero era que había algo que ese rey odiaba profundamente: los niños. En silencio, escuchó el problema de la pequeña princesa y se dirigió a su gran armario. Mientras reía malvadamente pensó:
- Le daré una máscara horrible para que todos los niños sientan miedo y nunca jamás quieran jugar con ella.
El caballero cogió la caja que le entregó el rey Carnaval y, sin sospechar sus malvadas intenciones, regresó al reino y entregó a la princesa la solución a su problema.
La pequeña princesa miró extrañada la máscara, pero pensando que no tenía nada que perder, se la puso y salió a jugar con el resto de los niños. La contemplaron durante un largo rato, cuchicheando entre ellos, y poco a poco se fueron acercando. Al contrario de lo que el Rey Carnaval había planeado, los niños rieron divertidos y aceptaron encantados jugar con aquel personaje enmascarado.
La princesa se divirtió durante horas, hasta que llegó el anochecer. Fue entonces cuando, antes de volver a sus casas, los niños le pidieron intrigados que se quitara la máscara. Al descubrir quién era la niña con la que tan bien lo habían pasado todos la abrazaron y el rey, maravillado, decidió celebrar todos los años la llegada de la primavera con una fiesta muy especial: todos los habitantes del reino llevarían mascaras y disfraces para poder ser, por un día, el personaje que deseen.
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